O Cebreiro es una localidad de lo mas encantadora. Sus gentes son cálidas,
acogedoras y extremadamente amables. O eso dicen, porque en nuestras escasas interacciones
sociales no hemos sido capaces de percibirlo.
En una tasca local conocemos a Marusiña, camarera de profesión. Nos comenta
un parroquiano que años atrás fue nombrada Miss Simpatía de la comarca, pero que
un marinero negro le rompió el corazón y ahora descarga su mal de amores contra
todo aquel que no sea albino. A nosotros nos recibe con un ladrido en perfecto
dialecto huskie y nos sirve un café sin a penas escupirnos en la cara, con lo
que nos damos por satisfechos y nos recogemos en el refugio a pasar la noche.
Allí descubrimos a otros científicos con una problematica similar a la
nuestra. A uno se le ha sobrecargado su nihilizador transgalactico y a otro no
le arranca el condensador de fluzo.
El personal hace mofa y escarnio de este ultimo, ya que cualquier científico
loco que se precie puede montar y desmontar un condensador de fluzo con los
ojos cerrados en escasos segundos.
El Dr. Gomez parece ser el único que no ríe, y es que él, muy avispado, se
ha dado cuenta de que en esta zona hay auténtica devoción por la continuidad
espacio-tiempo. Ninguno de nuestros ingenios, por simples que sean, funcionará
jamás, por lo que conviene salir de aquí cuanto antes.
Pido disculpas al científico vilipendiado y le regalo mi pin de Tele 5 en
señal de arrepentimiento. En respuesta él baila un chotis sobre un bosón de
Higgs. Y tan amigos.
A la mañana siguiente amanece con toda normalidad, cosa que varios de
nuestros colegas no pueden soportar y acaban con sus vidas haciendo dos
abdominales.
El sol brilla, los pajarillos cantan y una brisa fresca ayuda a despertar,
pero solo a aquellos que se sometieron a una vivisección después de la cena. El
resto nos damos de bruces con una lluvia pertinaz, un viento inmisericorde y una niebla mas espesa que
el vómito de un jabalí.
Aún así, proseguimos la marcha. A penas podemos ver mas allá de nuestras
narices, y si hay algún taller por el camino nadie se percata de ello.
En escasas 4 horas llegamos a ver Triacastela desde lo alto de una colina. Algunos de
los científicos que nos acompañan deciden detenerse a discutir sobre si lo que
están viendo es un pueblo pequeño o es que está lejos. El resto nos la jugamos
y encaminamos nuestros pasos hacia la aldea.
Es una sabia elección, sin duda, ya que por el camino aprendemos múltiples
formas de bajar una cuesta embarrada. Para la mayoría de ellas conviene estar
bien equipado con un seguro médico.
Los lugareños se tiran a la calle para recibirnos. La mayoría caen desde
alturas equiparables a un cuarto piso, y lo hacen sobre nuestros compañeros de
viaje, que mueren aplastados.
El Dr. Gómez y yo volvemos a quedarnos solos en el camino, así que decidimos
hacer un alto y comer por todo lo ídem. No hace falta ser un genio para saber
que la siesta está a la vuelta de la esquina.
Y nos regocijamos por ello.