Ref. 20121014/OCB/TRC

O Cebreiro es una localidad de lo mas encantadora. Sus gentes son cálidas, acogedoras y extremadamente amables. O eso dicen, porque en nuestras escasas interacciones sociales no hemos sido capaces de percibirlo.

En una tasca local conocemos a Marusiña, camarera de profesión. Nos comenta un parroquiano que años atrás fue nombrada Miss Simpatía de la comarca, pero que un marinero negro le rompió el corazón y ahora descarga su mal de amores contra todo aquel que no sea albino. A nosotros nos recibe con un ladrido en perfecto dialecto huskie y nos sirve un café sin a penas escupirnos en la cara, con lo que nos damos por satisfechos y nos recogemos en el refugio a pasar la noche.

Allí descubrimos a otros científicos con una problematica similar a la nuestra. A uno se le ha sobrecargado su nihilizador transgalactico y a otro no le arranca el condensador de fluzo.
El personal hace mofa y escarnio de este ultimo, ya que cualquier científico loco que se precie puede montar y desmontar un condensador de fluzo con los ojos cerrados en escasos segundos.

El Dr. Gomez parece ser el único que no ríe, y es que él, muy avispado, se ha dado cuenta de que en esta zona hay auténtica devoción por la continuidad espacio-tiempo. Ninguno de nuestros ingenios, por simples que sean, funcionará jamás, por lo que conviene salir de aquí cuanto antes.

Pido disculpas al científico vilipendiado y le regalo mi pin de Tele 5 en señal de arrepentimiento. En respuesta él baila un chotis sobre un bosón de Higgs. Y tan amigos.
A la mañana siguiente amanece con toda normalidad, cosa que varios de nuestros colegas no pueden soportar y acaban con sus vidas haciendo dos abdominales.

El sol brilla, los pajarillos cantan y una brisa fresca ayuda a despertar, pero solo a aquellos que se sometieron a una vivisección después de la cena. El resto nos damos de bruces con una lluvia pertinaz, un viento inmisericorde y una niebla mas espesa que el vómito de un jabalí.

Aún así, proseguimos la marcha. A penas podemos ver mas allá de nuestras narices, y si hay algún taller por el camino nadie se percata de ello.

En escasas 4 horas llegamos a ver Triacastela desde lo alto de una colina. Algunos de los científicos que nos acompañan deciden detenerse a discutir sobre si lo que están viendo es un pueblo pequeño o es que está lejos. El resto nos la jugamos y encaminamos nuestros pasos hacia la aldea.

Es una sabia elección, sin duda, ya que por el camino aprendemos múltiples formas de bajar una cuesta embarrada. Para la mayoría de ellas conviene estar bien equipado con un seguro médico.

Los lugareños se tiran a la calle para recibirnos. La mayoría caen desde alturas equiparables a un cuarto piso, y lo hacen sobre nuestros compañeros de viaje, que mueren aplastados.

El Dr. Gómez y yo volvemos a quedarnos solos en el camino, así que decidimos hacer un alto y comer por todo lo ídem. No hace falta ser un genio para saber que la siesta está a la vuelta de la esquina. 

Y nos regocijamos por ello.